Hasta el fallo en plenario de la cámara civil Cazes de Francino, Amalia c. Rodríguez Conde, Manuel.(10/3/1951)
el no se podía obligar a firmar al vendedor( tenias que pedir la devolución mas daños perjuicios e intereses), después de este fallo si el vendedor decide no presentarse a firmar la escritura puede solicitárselo al juez para que lo haga por el.
igualmente en el codigo prosesal de provincia de bs as se establecio que:
ARTICULO 510°: Condena a escriturar. La sentencia que condenare al otorgamiento de escritura pública, contendrá el apercibimiento de que si el obligado no cumpliere dentro del plazo fijado, el juez la suscribirá por él y a su costa.
La escritura se otorgará ante el registro del escribano que proponga el ejecutante, si aquél no estuviere designado en el contrato. El juez ordenará las medidas complementarias que correspondan.
Art. 1187 Vs Defensa del Credito y el Cumplimiento en especie
La obligación de que habla el artículo 1185 será juzgada como una obligación de hacer, y la parte que resistiere hacerlo, podrá ser demandada por la otra para que otorgue la escritura pública, bajo pena de resolverse la obligación en el pago de pérdidas e intereses.
El cumplimiento de hacer escritura pública por un «tercero», el juez. El plenario de la Cámara Civil
Finalmente, en el debate triunfó la tesis que pregona una mayor y más idónea «defensa del crédito» y que tiende, por lo demás, a evitar la burla del acreedor, de la escritura pública como título al dominio, en el boleto, por el deudor renitente o incumplidor.
Se tuvo en cuenta, para llegar a esta solución contraria a la letra del texto comentado, lo dispuesto por el inciso 2o del artículo 505:
«Los efectos de las obligaciones respecto del acreedor son […] 2°. Para hacérselo procurar por otro a costa del deudor», y en materia de obligaciones de hacer lo prescripto por el artículo 626: «El hecho podrá ser ejecutado por otro que el obligado, a no ser que la persona del deudor hubiese sido elegida para hacerlo por su industria, arte o cualidades personales».
Contrariamente a lo señalado por la última parte del artículo 626, la doctrina concluyó que «el hacer escritura pública» era una actividad impersonal, objetiva o material. Que «hacer escritura pública» equivale a la realización de un contrato dispositivo «complementario» -y no distinto-, de «segundo grado», o de cumplimiento. Y, por tanto, no median obstáculos para que el juez, subrogando al deudor, firme la escritura traslativa del dominio. Se logra por esta vía el resultado apetecido, de un modo más simple, ágil y económico.
Las Cámaras Civiles en pleno sentaron esta doctrina (L.L. 64-476; J.A. 195l-IV-155): «Cuando en un juicio ordinario de escrituración por compraventa voluntaria de un bien inmueble procede la condena a escriturar, puede el juez firmar la escritura si no lo hace el obligado».
TRIBUNAL: Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil de Capital Federal, en Pleno (CNCiv)(Pleno)
FECHA: 1951/10/03
PARTES: Cazes de Francino, Amalia c. Rodríguez Conde, Manuel.
PUBLICACION: LA LEY 64, 476.
Buenos Aires, octubre 3 de 1951. En el supuesto de que en juicio ordinario por escrituración de compraventa voluntario de un bien inmueble proceda la condena a escriturar, ¿puede el juez firmar la escritura si no lo hace el obligado, o debe resolverse la obligación en el pago de daños y perjuicios?
El doctor Sánchez de Bustamante dijo:
1° Considero muy oportuno este acuerdo plenario. Desde hace unos años es notorio el aumento de los juicios por escrituración o rescisión de los usuales «boletos de compraventa». Por eso, lo que decidamos ha de servir de orientación para un infinito número de asuntos judiciales o extrajudiciales, y para los futuros contratantes, cuando por razón de nuestra jurisdicción y competencia, debamos entender en ellos si hubiere controversia.
2° El problema que plantean los arts. 1185 y 1187 del cód. civil no es nuevo. En ellos Vélez Sársfield lo resolvió en un sentido dado: pero se remonta al código de Napoleón, pasa a través del antiguo derecho francés, llega al derecho romano y se pierde en su lejanísimo origen. Y como tales son las fuentes que inspiraron las normas aludidas, seguiré precisamente esa trayectoria a la inversa porque nos conducirá, como de la mano, a ver con nitidez lo que no aparezca claro en las mismas. No obstante la claridad de los textos, este recorrido hacia atrás sólo tiene por objeto despejar la confusión que pudiera surgir del régimen para las obligaciones en general.
El codificador no ideó una solución desconocida, ni introdujo una disposición incoherente o ambigua dentro de sus grandes construcciones jurídicas obligaciones, contratos en general, compraventa, etc.; por el contrario, se inspiró en los antecedentes de la compraventa de bienes inmuebles y quiso dar una solución legal a una tradicional y ardua disputa, bien conocida entonces, inclinándose decididamente a favor de una de las dos corrientes doctrinarias y jurisprudenciales en pugna y en contra de la que adoptó el código de Napoleón. Este equiparó la promesa sinalagmática de venta a la venta: mientras nuestro código las distinguió expresamente y les atribuyó diferentes efectos.
3° En los primeros tiempos del derecho romano no se conoce el contrato obligatorio de compraventa. Esta se presenta como un acto de trueque o permuta actual. En todo caso, el contrato se consumaría y extinguiría en el instante con el cambio de las prestaciones. Aparece la moneda, y surge la compraventa como negocio que obliga a dar, que se espiritualiza y se transforma en un contrato consensual, verbal, que no se confunde con la tradición de la cosa, Mas, sucede en la época clásica, que para conservar un medio de prueba las partes estipulaban redactar el contrato por escrito, uso que se generalizó en el Bajo Imperio; asimismo, para evitar las consecuencias de ventas precipitadas, se convenía que no sería perfecta hasta su comprobación o confirmación por un escrito firmado, entendiéndose que mientras tanto podían retractarse. Como se expandiera tanto esa costumbre, Justiniano la transformó en regla absoluta en la famosa «Lex contractus», 17, Cod. de Fid. Instr., que se encuentra reproducida igualmente en las «Institutas», tit. de contrah. emp. III, 23, pr. Decidió que todas las veces en que se estipulaba que la venta debía comprobarse en un escrito, las partes se podían retractar hasta que el acto tuviera lugar. Quedan a partir de entonces dos tipos de venta: con escritura, que faculta a desligarse del compromiso; y verbal, obligatoria por el solo consentimiento. Aquélla es el origen del «pactum de contrahendo», preliminar del contrato ulterior, o redacción del definitivo, cuya negativa daba nacimiento mediante la «actio ex stipulatu», a una condena del contratante rebelde a pagar daños y perjuicios (Gorla, «La contravendita a la permuta», Tormo, 1937, núm. 1; Halevin, «Cours élémentaire de droit romain», París, 1929, t. 2, p. 92; y Boyer, «Les promesses synallagnatiques de venta», en Rev. Trimestrielle de Droit Civil, eneromarzo de 1949, p. 1, núm. 9).
El antiguo derecho francés está inspirado en el romano y es partiendo de los textos de éste que se renueva el estudio del mismo problema. Entre glosadores y bartolistas se llega de una manera general a la conclusión de que el «pactum de contrahendo» no se puede confundir con el contrato que tiene por objeto. Comprar y vender no es lo mismo que prometer vender y comprar. Pero no existía acuerdo sobre las consecuencias de la promesa incumplida. Mientras unos opinaban que podía exigirse la prestación directa, la mayoría se inclinaba a sostener que la promesa encierra una simple obligación de hacer, a la que se aplica la regla «Nemo prªecise potest cogi ad factum», de manera que sólo puede dar lugar a los daños e intereses. Otros, en cambio, sostenían que en caso de negativa a consentir la venta, ésta podía ser suplida por la sentencia si la condena no se cumplía en el plazo señalado. La discrepancia doctrinaria se agudizó en los litigios y trascendió a la jurisprudencia, y así, mientras el Parlamento de París decidía que ante la negativa a cumplirla la sentencia tenía valor de venta, otros, como el de Lyon, resolvía que sólo daba lugar a daños e intereses.
4° Tal es el estado del asunto cuando se emprenden los trabajos preparatorios del código de Napoleón. Por eso no es raro que al evacuar las consultas previas solicitadas, frente a la jurisprudencia del Parlamento de París, de la que había surgido el célebre principio de que «la promesse de vente vaut vente», se levantase la voz del tribunal de apelaciones de Lyon, observando a la Comisión redactora del código que la promesa de venta no es venta y únicamente obliga a daños y perjuicios, proponiendo el siguiente artículo: «La promesa de venta no vale como venta; cada uno de los contratantes es dueño de desistir. El que desiste es condenado a daños e intereses. Si hay arras dadas, ellas determinarán el perjuicio; en su defecto, los perjuicios e intereses serán fijados por el juez» (Fenet, «Recueil complet des travaux préparatoires du code civil», t. 4, p. 181). En la alternativa, los redactores del código quisieron dar un corte legal a la interminable controversia y así surgió el art. 1589, concebido en los siguientes términos: «La promesa de venta tiene valor de venta, cuando hay consentimiento recíproco de las partes sobre la cosa y sobre el precio». Equiparó ambos institutos.
Aparte de que la asimilación absoluta de la promesa recíproca de venta, con la venta misma, se desprende del texto transcripto, el concepto que la inspiró fué expuesto categóricamente por Portalis y Maleville, miembros de la Comisión que llevaron la palabra de ésta al cuerpo legislativo. Entre otras cosas, el primero afirmó: «Existe una verdadera venta cuando las partes se ponen de acuerdo sobre la cosa y sobre el precio». «No siendo exigida la escritura más que para la prueba del acto, el proyecto de ley deja a las partes contratantes la libertad de concertar sus acuerdos por un acto auténtico o por un instrumento privado». «El contrato permanece siempre independiente de la forma». «El compromiso está consumado desde que la fe es dada». «Por la sola fuerza de la voluntad adquirimos y transportamos a otro las cosas que pueden ser objeto de nuestras convenciones» (Fenet, t. 14, ps. 110 a 113). A su vez Maleville explicaba: «Este artículo termina una discusión entre los autores, los unos sosteniendo que la promesa de venta vale como venta y obliga a pasar el contrato, y los otros que ella se resuelve en perjuicios e intereses» (Maleville, Jacques de, «Analyse raisonnée de la discusion du code civil», París, 1807, p. 359). Hubo coincidencia general en ello, como se desprende del informe de Taure al Tribunado, cuando decía: «Desde que se ha convenido la cosa y el precio, la venta es perfecta. El adquirente se hace propietario del inmueble vendido; el vendedor deja de serlo y ella es perfecta. La promesa tiene la fuerza de la venta desde que se encuentra reunido la cosa, el precio y el consentimiento» (Fenet, t. 3, ps. 150/3); lo mismo que del de Grenier, que insistió: «Hay otro acto que encierra la venta y tiene todos sus efectos, es la promesa de venta» (íd., t. 14, p. 189).
Para completar la descripción del cuadro existente a la fecha en que Vélez Sársfield meditaba el proyecto de nuestro código, cabe destacar que no obstante el énfasis de las mencionadas expresiones y la terminante frase del artículo citado, los primeros comentadores lo interpretaron de distinta manera. Marcadé (t. 6, art. 1589, párr. 4°), entendía que la promesa de venta no equivale a una venta actual y solamente asegura el derecho a obtener la venta y no los daños y perjuicios; mientras tanto el futuro comprador no es propietario y sólo tiene derecho a serlo, aun contra la voluntad del vendedor, a partir de la sentencia. Troplong (t. 1, ps. 130/31) y Toullier (t. 9, ps. 91/92), pensaban igualmente que la promesa bilateral no transfería la propiedad y valía como venta en el sentido de que era obligatoria y conducía, no a los daños y perjuicios, sino a lograr la transmisión de la propiedad. Demante («Programa», t. 3, p. 262), enseñaba que el artículo tendía a remediar la falsa calificación dada por las partes a la venta, por quienes no percibían la diferencia entre promesa y venta, cuando se dice prometo vender, en lugar de vendo, siendo que la intención era la de vender, de modo que no se refiere a la verdadera promesa de venta, cuyo efecto sería crear una obligación de hacer, colocando a las partes en la obligación de vender más adelante y a la otra de comprar.
Los autores citados llegaron erróneamente a esas conclusiones inducidos por la tradición histórica, pues en el antiguo derecho francés la promesa no transfería la propiedad, y como se ha visto, la discusión radicaba en determinar si era obligatoria su ejecución o si se resolvía en daños y perjuicios. Entonces era requisito la tradición, y como según Guillouard («Traité de la vente et de l’échange», París, 1890, t. 1, p. 77) no se podía en una promesa de venta insertar la cláusula de la tradición, porque ésta importa un desprendimiento actual de la cosa y la promesa tiene necesidad de «otro contrato para su ejecución»; jamás las promesas eran traslativas de propiedad.
5° Abocado Vélez Sársfield a resolver el problema, se decidió por una solución totalmente contraria a la tomada en el código de Napoleón, siguiendo las aguas del derecho romano y del antiguo derecho francés, que reconocía la existencia autónoma de la promesa de compraventa y sancionaba el incumplimiento del obligado con los daños y perjuicios. Como lo proyectó y quedó sancionado, la compraventa es un contrato formal, que requiere para su validez la escritura pública, bajo pena de nulidad (art. 1184, inc. 1°) (recuérdese la «lex contractus» de Justiniano), de tal modo que el convenio hecho en instrumento privado no queda concluido como contrato de compraventa, mientras la escritura no se halle firmada (art. 1186), engendrando aquel contrato sólo una obligación de hacer escritura pública (estipular el contrato definitivo en instrumento público), bajo pena de resolverse la obligación en la indemnización de daños y perjuicios (art. 1187). Además, para la transferencia del derecho de propiedad, es indispensable la tradición (arts. 577 y 3265 y la extensa nota al primero, donde impugna ásperamente la teoría del código francés, al no dejar intervalo entre la perfección del contrato y la transmisión de la propiedad, al confundir el contrato con el propio dominio, y al no distinguir entre el título para adquirir y el modo de adquirir).
No obstante los términos claros y expresos de los arts. 1185 y 1187 en el sentido indicado precedentemente, creo que su interpretación ya no puede ser dudosa después de conocer los antecedentes relatados; pero es que hay todavía otro hecho que arroja más luz. Me refiero a los valiosos borradores de los manuscritos que precedieron a la redacción final del proyecto de código, que se conservan en el templete erigido en homenaje al codificador en la Biblioteca Mayor de la Universidad de Córdoba, que demuestran su meditación en el asunto y la trayectoria de su pensamiento. En el libro de los contratos y en especial en el de la compraventa, se redactaron tres borradores. En el primero proyectó: «La promesa de vender una cosa por un precio determinado equivale a una venta actual cuando ha sido aceptada con promesa recíproca de comprar, aunque se indicare un tiempo para recibirla; si la oferta de venta fuese sobre un inmueble, para que ella valga como compra actual debe ser hecha en escritura pública». Como se advierte, la promesa recíproca de vender y comprar, mediando acuerdo sobre la cosa y el precio, vale como venta actual, pero si se tratare de inmuebles, para que el contrato valga como venta actual, debía ser hecho en escritura pública. Dicho artículo, no figura en los borradores posteriores (Pizarro, N. A., «Anotaciones sobre la compraventa en el cód. civil argentino. (Estudios en los manuscritos y antecedentes legislativos)», Córdoba, 1948, p. 18). ¿Qué deducción lógica y necesaria se desprende de haber abandonado Vélez Sársfield ese anteproyecto y adoptado en cambio el de los arts. 1185 y 1187?
Pues, que rechazó abiertamente la teoría francesa y negó valor de venta actual a la promesa de compraventa, reconociendo sólo esta última calidad al contrato hecho en instrumento privado. Dicho contrato no es venta actual, no queda concluí do como tal, mientras el contrato no se redacte varlo a escritura pública (García Goyena, «Conpla esa obligación, se hará responsable de los daños y perjuicios (art. 1187).
Se apartó también de García Goyena, ya que el referido artículo del primer borrador, era casi una copia del art. 1373 del Proyecto de Goyena, que dice: «La promesa de vender o comprar, habiendo conformidad en la cosa y el precio, equivale a un contrato perfecto de compra y venta; pero para ser válida deberá estar hecha en escritura pública si la venta es de bienes inmuebles». Asimismo, Goyena había proyectado en el art. 1202 desconocer todo valor a las convenciones solemnes que se concertaren en instrumento privado o verbalmente, en tanto que Vélez dió valor de precontrato al convenio hecho en instrumento privado, como generador de la obligación de llevarla a escritura pública (García Goyena, «Concordancias, motivos y comentarios del cód. civil español», Madrid, 1852, ps. 208 y 362) inclinándose a favor de la solución propiciada por Freitas.
En efecto, los arts. 1930 y 1931 del Proyecto de Freitas son similares a los arts. 1185 y 1187 del código nuestro. En el primero estatuía que todos los contratos que debiendo ser hechos en escritura pública lo fueren por instrumento privado «no quedarán concluídos como tales, mientras la escritura no fuere firmada», «pero quedarán concluídos como contratos en que las partes se han obligado a otorgar escritura pública»; y en el segundo agregaba: «La obligación originada por esos contratos será juzgada como obligación de hacer», «y la parte remisa sólo podrá ser demandada por la otra parte a efecto de que otorgue y firme la escritura, bajo apercibimiento de resolverse la obligación en pérdidas e intereses»; remitiéndose al art. 951, núm. 3, donde alude a los hechos que únicamente el deudor puede ejecutar, hipótesis en la que anticipaba que la obligación debía resolverse en pérdidas e intereses (Freitas, «Cód. civil» [traducción], Buenos Aires, 1909, t. 1, artículos cits.) y enjundioso voto del doctor Repetto, in re Byrne c. Posse, J. A., t. 9, p. 392, tesis que prevaleció en la jurisprudencia hasta nuestros días.
Contribuye a aclarar el pensamiento del codificador lo dispuesto en el art. 1186, que contempla la hipótesis de los contratos para los cuales no es requisito esencial la escritura pública, pero cuya existencia las partes hacen depender de esa formalidad. En este supuesto no hay contrato, ni siquiera que obligue a llevarlo a escritura pública, de modo que pueden retractarse sin incurrir en daños y perjuicios. En otras palabras, cuando la ley exige el requisito de la escritura pública para la validez del contrato (v. gr.: compraventa de inmuebles), si es hecho en instrumento privado, vale como contrato en que las partes se obligan a estipularlo en escritura pública (art. 1185); pero si la ley no impone al contrato formalidad alguna y las partes al concertarlo en instrumento privado han convenido que no valdrá si no es hecho en escritura pública, la que se niegue a cumplirlo no contrae responsabilidad por daños y perjuicios. La nota aclaratoria a dicho art. 1186 y las citas de Troplong, Toullier y Aubry et Rau, corroboran el aserto, puesto que si el contrato no fuera formal. como no lo es la compraventa en Francia, y las partes convienen pasarlo en instrumento privado o público, ello no significa hacer depender la existencia del contrato del cumplimiento de esas formalidades, a menos que así lo estipulen, debiendo interpretarse que sólo procuran asegurarse un medio de prueba; «a contrario sensu» y de acuerdo a los arts. 1184, primer párrafo e inc. 1° y 951, en nuestro derecho la existencia misma del contrato depende de que se extienda en instrumento público.
Por lo tanto, debe entenderse que en el sistema argentino, la obligación de escriturar la compraventa no consiste en el hecho impersonal, objetivo o material, de firmar el instrumento público. La firma de un instrumento público es un acto que puede sin duda realizarlo cualquiera y se cumple en la práctica todos los días sin inconveniente alguno, v. gr.: el mandatario, el representante legal, una tercera persona a ruego del que no sabe o no puede firmar, el síndico del concurso y la quiebra, un delegado judicial, y el juez mismo en determinados casos. En el supuesto especial que examinamos, se trata nada menos que celebrar el contrato futuro en la forma impuesta por la ley, lo cual requiere el consentimiento de la parte para obligarse definitivamente a transferir la propiedad. Como la voluntad es incoercible »nemo prªecise potest…», nadie puede obligar a una persona a vender, a menos que la ley disponga que el precontrato o promesa valga como venta actual, y nuestra ley dice lo contrario, sancionando el incumplimiento con los daños y perjuicios.
En este orden de ideas, conforme he sostenido como juez de 1ª instancia y de la excám. civil 2ª, obligar a la parte a firmar el contrato o hacerlo el juez por ella, implicaría emplear violencia contra la persona del deudor y arrancarle un consentimiento no prestado (art. 629); y modificar además su obligación, pues en lugar de una prestación de hacer u otorgar el contrato definitivo, se le impondría otra de dar, o sea la de transferir la propiedad o la de entregar el dinero en pago del precio, como si la venta concertada fuere actual, concluída y firme (J. A., 1950II, p. 464; Rev. LA LEY, t. 59, p. 724 y otras decisiones no publicadas) doctrina que ha sido compartida por las salas «C» y «D» de esta cámara (conf. fallos cits. y además Rev. LA LEY, t. 59, ps. 282 y 760 y t. 58, p. 492).
No creo que la sentencia a escriturar resulte inocua, condenando a un hecho que no se habrá de cumplir, porque fuera de que el juez debe limitarse a aplicar la ley, la mayoría de las veces la sentencia se cumple y, en todo caso, el incumplimiento probaría una conducta culpable con la consiguiente responsabilidad por los daños y perjuicios que se ocasionaren, que inclusive pueden resultar o probarse en el mismo juicio. Que la indemnización pueda en ciertos casos no ser suficiente compensación para el acreedor, es cuestión distinta; pero sin embargo cabe replicar que la ley brinda a los interesados el remedio para evitarlo, sea mediante las arras (art. 1202); sea utilizando la cláusula penal (art. 652) (instituciones que permiten valorar el daño por anticipado); sea, finalmente, por la estimación judicial cuando deban aplicarse las reglas concernientes al incumplimiento de las obligaciones en general (arts. 506, 508 y 511).
Distinta es la situación excepcional contemplada con acierto por la jurisprudencia, cuando ha sido transferida la posesión y abonado el precio en su totalidad, porque esas exteriorizaciones hacen a la ejecución del contrato mismo, por donde es lógico inferir la prestación del consentimiento, quedando sólo el requisito de la escritura pública para la transferencia de la propiedad, excepto que su otorgamiento lo impidieran obstáculos imposibles de allanar. Otra solución no consultaría el espíritu de la norma y consagraría una injusticia (J. A., t. 71, p. 590 [1]; t. 76, p. 198; 1947I, p. 176; 1950III, p. 527; Rev. LA LEY, t. 45, p. 222; t. 51, p. 778, etc.).
La doctrina que comparto, es la sostenida por Machado (t. 3, notas arts. 1185 y 1157, ps. 493 y 498), Lafaille («Contratos», t. 1, núms. 293 y sigts.). Salvat («Contratos», t. 1, núms. 149, 152 y 153), quien sólo en el supuesto aludido precedentemente, o de liquidación de condominio o de herencia, admite la escrituración por el juez, como lo señalara antes de su tratado en el caso registrado en J. A., t. 45, p. 156, aclarando el alcance de votos anteriores. Es también la del profesor Rezzónico en su reciente y documentado «Estudios de los contratos», p. 285, nota 31, ajustándose según él al texto claro de la ley, aunque de «jure condendo» aspire a una solución distinta.
Opinan en sentido contrario, entre los civilistas, Llerena («Concord. y com.», t. 4, art. 1187, p. 273) y Colmo («Obligaciones», núm. 360, y J. A., t. 9, p. 391); y entre los procesalistas, Jofré (J. A., t. 6, p. 205); Alsina («Tratado», t. 3, p. 116, f]) y Podetti (Rev. LA LEY, t. 59, p. 249), coincidiendo los argumentos en lo fundamental, tesis que ha sido compartida por los ilustrados colegas que han intervenido en las causas publicadas en Rev. LA LEY, t. 59, p. 249 y J. A., 1950IV, p. 738 (2), pero no obstante el respeto que me merecen sus capacidades, los fundamentos aducidos no me han convencido.
Es que, aparte de lo que llevo dicho, tenemos que en nuestro derecho es un principio esencial el de que nadie está obligado a vender. Vélez Sársfield estimó que se trataba de un contrato que se forma por la libre voluntad de las partes, se mantuvo firme en eso a través de los tres borradores aludidos, y lo consagró en el art. 1324, como una garantía del derecho de propiedad. La promesa de venta, no obliga sino con el alcance precisado en el art. 1187. Las excepciones a la regla, como observa Bibiloni («Anteproyecto», t. 2) en el art. 1429, no implican un efecto derivado de la voluntad del vendedor, puesto que la venta forzosa no es hecha por el dueño: a éste se le desapodera de la propiedad contra su voluntad.
Es lógico entonces, que el art. 520 del cód. de proced. autorice al juez a firmar la escritura si el ejecutado no lo hace, desde que media una venta inexcusable, en la que no cuenta para nada la voluntad del propietario (art. 1324, inc. 4°). Ni siquiera sería necesaria la formalidad de la escritura pública, como expresamente lo dispone el art. 1184, primer párrafo.
La jurisprudencia y doctrina francesas, dando esos alcances a la sentencia en la compraventa voluntaria, se ajusta al art. 1589, desde que la promesa sinalagmática vale como venta actual, es perfecta entre las partes y traslativa de la propiedad al adquirente (art. 1683); pero en virtud de las razones expuestas sería incongruente en nuestro sistema.
Ahora bien, ninguna dificultad técnicojurídica habría en establecer que si el obligado no escriturara se pueda exigir la escrituración forzada, y aun el juez otorgar la escritura, siguiéndose el procedimiento de apremio (Bibiloni, «Anteproyecto», t. 2, art. 1322) o que proceda la escrituración directa por el juez, bastando la no comparecencia del otorgante, previo depósito del precio (Comisión reformadora, «Proyecto», art. 819); o que la sentencia tenga el valor de título y sustituya a la escritura, produciendo los efectos del contrato definitivo; mas, para que la sentencia tenga ese alcance, sería indispensable una ley de fondo que reformara la legislación vigente. Entonces la sentencia dejaría de ser meramente declarativa, para transformarse en creadora, atributiva o constitutiva de derechos, y la venta se tendría por realizada entre las partes desde que ella haga ejecutoria, con prescindencia del consentimiento de la remisa. Mientras eso no ocurra y el contrato hecho en instrumento privado sea una promesa de venta, a concluirse en un ulterior contrato que requiere para su validez la escritura pública, y como nadie está facultado para contratar por un tercero, salvo que el interesado o la ley lo autorice (art. 1161) me parece indudable que el juez no puede actuar en nombre y sustitución del obligado. La sentencia constitutiva, requiere necesariamente una norma jurídica preexistente. De acuerdo a nuestro ordenamiento político no parece ser otra que una ley sustancial, porque de lo contrario la ley formal podría alterar la legislación de fondo y ser distinto el efecto de la promesa de compraventa, según la ley procesal del lugar donde se demande el cumplimiento del contrato.
6° Coviello («Contratto preliminari», en Enciclopedia Giuridica Italiana, vol. III, part. III, sec. II, p. 68, núms. 1, 7, 9 y 52) ha desarrollado magistralmente el tema y sus razonamientos son tanto más aplicables a nuestro derecho, cuanto que el código italiano comentado, anterior al vigente, no tenía una disposición como la del art. 1187 del argentino y pesaba en los espíritus la influencia del art. 1589 del código francés y la de sus comentadores. Sostiene dicho autor que no es nada maravilloso que un contrato o «pacto de contrahendo» tenga por efecto la concertación de un futuro contrato para el cual es necesario la cooperación de ambas partes especie de hacer y que no puede hablarse de convención obligatoria mientras no se cumpla la forma prescripta por la ley. Hasta entonces no hay contrato perfecto. Por eso es lógico distinguir la promesa de la venta, y admitir que el juez pueda condenar a la estipulación de contrato prometido. Una cosa es prescindir de la voluntad de la parte si una ley establece se tenga al contrato como concluido, y otra que el juez «procuratorio nomine» la otorgue o conceda subrogándose al deudor en materia que no se preste a ello. Gorla, en «La compravendita e la permuta», Torino, 1937, núm. 4, es del mismo parecer, aclarando que la promesa de vender no es la de dar, de cumplir el acto traslativo de la cosa y el precio, sino de concluir el contrato de venta. La consecuencia es que la primera, como toda promesa de contratar, es incapaz de ejecución forzada, porque la voluntad contractual es insustituible e incoercible. Igualmente enseña Ramella («La vendita nel moderno diritto», Milano, 1920, p. 9, núm. 3, c]) para quien de la promesa de vender nace sólo un derecho de crédito a la conclusión de la venta. Es entonces una obligación de hacer el vínculo personal por el futuro contrato, no una de dar, de modo que siendo esencialmente personal, ni un tercero, ni el juez podrían subrogarse al obligado que, con razón o sin ella, se niega a estipular o consentir, inejecución que sólo puede engendrar responsabilidad por los daños y perjuicios.
La tesis del contrato preliminar como ente autónomo, ha prevalecido finalmente en la doctrina y jurisprudencia italianas hasta consagrarse en el código de 1942 (arts. 1322 y 1351). Comentándolo, Messineo («Dottrina generale del contratto», Milano, 1948, cap. VI, núms. 3, 4 y 5) destaca la utilidad del contrato preliminar y dice que engendra una obligación de hacer, de prestarse a la concertación del contrato definitivo, o sea a desplazar una cierta actividad, y que el incumplimiento consiste en no prestarse a la formación del contrato definitivo. Pero obsérvese que a diferencia de nuestro código, que resuelve en daños y perjuicios la inejecución del contrato preliminar, el código italiano prevé su ejecución específica en forma coactiva, siempre que sea posible y el interesado cumpla a su vez con la prestación en la forma prometida, disponiendo expresamente que la sentencia produzca los efectos del contrato no concluido (art. 2932) entre las partes desde que haga ejecutoria, y desde la transcripción de la demanda en el Registro respecto de terceros (arts. 2652 y 2690).
Ha sido admitido también por la doctrina alemana (Enneccerus, Kipp y Wolff, t. 1, vol. II, párr. 153, cap. IV, núm. 1, actas 18 y 20) y consagrado por los autores del cód. civil alemán, en cuya exposición de motivos se anticipa que no hay razón para dudar de la posibilidad y valor de los antecontratos, tanto para los derechos reales, como para los personales. Reconocen asimismo su existencia al cód. civil suizo (art. 22, párr. 1°), conteniendo disposiciones análogas el austríaco (arts. 926, 971 y 983), y la ley inglesa, que distingue la promesa de venta («agreement to sell»), que sólo crea un «jus in personam», de la venta (sale) que importa la transferencia de la propiedad. Son, pues, dos contratos, siendo necesaria la estipulación del definitivo, excepto que la ley asigne a la sentencia el valor a que aludí.
Reconozco que nuestro código es susceptible de ser perfeccionado, pero la reforma debe venir por la vía legislativa y abarcando el problema en su conjunto, ya que son graves y variados los efectos que pueden surgir de la sentencia constitutiva (v. gr.: traslación del dominio, riesgos de la cosa, evicción, efecto respecto de terceros, etc.). Su régimen escapa a la potestad judicial. Por lo demás, si bien la solución del código italiano es excelente para épocas normales y de estabilidad de los precios, ¿puede afirmarse que llene cumplidamente un ideal de justicia cuando acontecimientos extraordinarios en la economía de un pueblo excepcional valorización de la propiedad inmueble, desvalorización de la moneda, crisis, guerra, etc. quiebran el relativo equilibrio de las prestaciones o justo precio tenido en vista por los contratantes, en el tiempo transcurrido hasta que pueda concluirse el contrato definitivo, plazo que a veces se prolonga fuera del previsto por causas ajenas a la voluntad de las partes, y otros por dilaciones provenientes del mismo adquirente? ¿Puede entonces tildarse de inmoral sin dudar a quien afronta el pago de la indemnización para evitarse un grave perjuicio, y de moral al que pretende quedarse con el bien por un precio que resulta exiguo? Pongo un ejemplo extremo para demostrar que las críticas dirigidas a nuestro código no son del todo exactas, pues sus normas implican un modo de restablecer el equilibrio, y porque también legisla para épocas normales, en las que puede resultar más gravoso dejar de cumplir la promesa de venta, que transferir la propiedad. Por algo los institutos de la lesión y del abuso del derecho, dirigidos a remediar situaciones anormales, siguen preocupando la atención de los juristas, sin haberse logrado todavía una fórmula que satisfaga por igual las necesidades de la moral, de la justicia y de la estabilidad del comercio jurídico.
Voto, en consecuencia, que si se condena a escriturar la compraventa voluntaria y el emplazado no realiza el hecho, la obligación se resuelve en el pago de daños y perjuicios.
El doctor Bargalló, por análogos fundamentos, adhirió al voto emitido por el doctor Sánchez de Bustamante.
El doctor Chute dijo:
Adhiero complacido al voto del doctor Sánchez de Bustamante, no sólo porque sus conclusiones vienen a ratificar el punto de vista que sobre esta materia he sostenido repetidamente como juez de 1ª instancia y miembro de la excám. civil 2ª y de la actual sala «C» de la cám. nac. de apelación, sino también porque su ilustrado voto aporta al debate nuevos y concluyentes elementos de juicio no valorados hasta ahora por la doctrina y la jurisprudencia nacionales que aclaran y explican suficientemente a través de un exhaustivo estudio de las fuentes inspiradoras del pensamiento de Vélez Sársfield, la razón de ser de los arts. 1185 y 1187 del cód. civil y cual es la única sanción que trae aparejado el incumplimiento de la obligación de otorgar la escritura pública cuando existe una promesa de venta.
El doctor Méndez Chavarría, por los fundamentos aducidos por el doctor Sánchez de Bustamante, adhirió al voto emitido por éste.
El doctor Podetti dijo:
La materia de este plenario constituye, a mi juicio, un complemento de otro donde se examina la interpretación que debe darse a la cláusula común en los contratos preliminares de compraventa de que el vendedor declara haber recibido una cierta suma de dinero «como seña y a cuenta de precio». Me remito pues, en cuanto al principio de que los contratos se hacen para ser cumplidos, a los efectos de la cláusula aludida y a otros aspectos que aquí interesan, a los fundamentos de mi voto en ese caso.
La sala «B» de esta cámara, tiene resuelto, siguiendo mi voto que, la sentencia que condena a escriturar, como obligación de hacer, puede ser cumplida por el juez. No bastaría pues remitirme o repetir lo que allí expresé, pero el erudito voto del doctor Sánchez de Bustamante, me ha obligado a estudiar «ex novo» la cuestión, compulsando la doctrina y la jurisprudencia relativas al caso y a meditar nuevamente sobre el tema. Y he llegado a concluir, como en aquella oportunidad, que la solución jurídicamente correcta y además, intrínsecamente justa, es la que dió la sala (Ramos c. Pereyro y Pascau, J. A., 1951I, p. 562 [3]).
El juez de cámara preopinante, examinó el problema bajo el punto de vista del derecho substancial, refiriéndolo a los efectos de la promesa preliminar de compraventa y a la autonomía de este instituto de nuestro derecho. Sin perjuicio de invocar en apoyo de mi tesis normas del cód. civil que resuelven la cuestión e invocar el pensamiento de ilustres juristas, he de encararla desde el punto de vista instrumental, porque, una vez consentida o ejecutoriada la sentencia que condena a escriturar, no juega ya la voluntad de los sujetos del litigio. Se trata, simplemente, de la forma y modo de hacer efectiva la sentencia que condena a escriturar. Para ubicar correctamente el asunto, hay que remitirlo al estudio de ejecución de la sentencia, no obstante que a veces se proponga como «thema decidendum», en prevención de la resistencia del obligado. La sala de la cual forma parte, siguiendo el voto del juez de cámara doctor Funes, in re Rizzi c. Pérez (LA LEY, 13 de mayo de 1951 [4]), dijo que «el otorgamiento de la escritura por el tribunal está implícita en la condena a escriturar y se subordina a su demanda en la ejecución forzada de la sentencia y posibilidad de su cumplimiento. En su defecto actuará la condena subsidiaria por daños e intereses». Ese es el adecuado y a la vez sencillo enfoque del tema conforme a la teoría de la acción y al concepto de la jurisprudencia.
Algunos códigos procesales del país más modernos desde luego que el de la Capital disponen expresamente que el juez otorgará la escritura cuando el condenado a escriturar no lo haga (códigos de Buenos Aires, art. 566; de Entre Ríos, art. 428; de San Luis, art. 790). Y nunca, que yo sepa, se ha cuestionado la constitucionalidad de esa norma para invadir la esfera legislativa del Congreso nacional.
La tendencia contemporánea sobre la materia es más radical aun, al establecer que el boleto privado de compraventa, cuya firma haya sido reconocida o dada por reconocida judicialmente y naturalmente, el boleto hecho en escritura pública sin preparación alguna es un título ejecutivo, que abre esta vía y permite, en plazo breve, la escrituración por el juez (códigos de Santa Fe, art. 272; el de Santiago del Estero, art. 443 y proyectos recientes desde el de Lascano; véase la «Exposición de motivos de este proyecto», p. 133). Dije que la cuestión es de naturaleza procesal y se vincula a la teoría de la acción y de la jurisdicción. La acción persigue la actuación de la ley mediante la sentencia y su ejecución. No basta la declaración, la condena o la escrituración de un derecho, si el vencido no cumple el mandato que la sentencia implica; es necesario que el poder jurisdiccional tenga el imperio y la facultad de sustituir con su propia actividad, los actos del litigante omiso.
En el caso, se trata de una obligación de hacer, que puede implicar, a la vez, la de entregar alguna cosa; firmar una escritura pública y entregar la posesión del inmueble. Ambas situaciones están previstas en la ley procesal, en sus arts. 551 y 556. Según el primero «si el condenado no cumpliere con lo que se ordene para la ejecución de la sentencia dentro del plazo que el juez le señala, se hará a su costa, o se le obligará a resarcir los daños y perjuicios, a elección del acreedor». Y según el art. 556 «cuando la condena sea de entregar alguna cosa, se librará el correspondiente mandamiento para desapoderar de ella al obligado…».
Quiere decir, pues, que elegida por el acreedor la vía de la ejecución por un tercero, no es legal obligarle a aceptar otra posibilidad, que solamente es subsidiaria o sea la de los daños y perjuicios. Salvo, naturalmente, que exista posibilidad material de escriturar, por haber sido transferido el inmueble, no figurar a nombre del deudor y casos análogos. El tercero que debe escriturar es el juez, también por disposición expresa de la ley, puesto que el art. 541 dispone que una vez «consentida o ejecutoriada la providencia que mande llevar la ejecución adelante, se procederá en todo según las reglas establecidas para el cumplimiento de la sentencia de remate» y el art. 520, ordena, que en caso de escrituración, otorgará el juez la escritura en defecto del ejecutado.
Esta es la opinión de Alsina (t. 3, p. 117), quien expresa categóricamente: «Si esta es la solución del legislador, tratándose del cumplimiento de sentencia dictada en base a un título ejecutivo, en el que sólo existe una presunción de veracidad, no se explica por qué ha de ser otra cuando se trate de la ejecución de una sentencia dictada en juicio contradictorio, respecto de cuya eficacia no cabe discusión alguna. El cumplimiento de la sentencia de trance y remate en el juicio ejecutivo y la ejecución de la sentencia en el ordinario, no son sino dos aspectos de la ejecución forzada, según hemos visto, de modo que los criterios no pueden ser diferentes».
El pensamiento de Jofré, que desarrolla en base de la ley y doctrina civil y procesal, no es menos terminante. «Aplaudimos pues, dice, el fallo de la cámara que autorizó la escrituración por el juez porque interpreta el art. 1187 de acuerdo con la intención del legislador y con un criterio racional, porque hace desaparecer las contradicciones que de otra manera resultarían entre aquellas disposiciones y las contenidas en los artículos del mismo código y, finalmente, porque respeta la voluntad de las partes, que es ley para las mismas sin afectar ninguno de los derechos de la personalidad humana» (J. A., t. 6, p. 205).
Chiovenda, comentando un fallo de la Corte de casación de Roma, sobre los efectos del contrato preliminar, analiza minuciosamente lo que podríamos llamar posición intermedia en la «vexata questio» que nos ocupa. En el fallo se dijo que no se trataba «de la ejecución de un contrato traslativo ya realizado… sino del cumplimiento de una obligación de dar, en la que el promitente ha querido que sea objetivizado su querer separado de transferir la propiedad». Y el magistrado, que redactó la sentencia, al anotarla en la «Rivista de Diritto Commerciale», puso en claro el concepto del alto tribunal en cuanto a la existencia de dos etapas o de dos manifestaciones de voluntad del obligado: «El promitente, dijo, al prometer quiere que en el momento establecido para la constitución del contrato prometido sea objetivizado su querer para fundarla; querer ya separado, compenetrado en la promesa, y que será operativo, en fuerza de la voluntad autora, en el momento prefijado». Conviene destacar que en el caso «sub examine» y en general en los boletos de compraventa que se estilan entre nosotros, se habla de venta («hemos vendido») y la escrituración constituye solamente una etapa de perfeccionamiento formal de lo querido, resuelto y estipulado.
Plantea el ilustre procesalista italiano, esta pregunta, que yo también me formulo: ¿Por qué el contrato preliminar habría de conducir al efecto jurídico que se propone, cuando es de naturaleza tal que del contrato definitivo derive la obligación de una «prestación material» (compraventa de muebles, por ejemplo), y habría de conducir en cambio, a un resultado absolutamente diverso (simple acción de daños) cuando no se tiene a la vista una «prestación material»? (la de hacer escritura pública). Dice más adelante, concorde con lo que tengo expuesto sobre los efectos de la sentencia que: «el proceso debe dar, en cuanto es posible, prácticamente, a quien tiene un derecho, todo aquello y precisamente aquello que él tiene derecho a conseguir». «El Estado, actuando en el proceso la propia voluntad, prescinde lo más posible de la voluntad del particular; toma sus bienes, lo desposee de cosas, destruye sus obras ilegales, todo contra su voluntad». «…y substituye la actividad ajena sólo en el sentido de que obtiene con la actividad propia resultados económicos y jurídicos que por lo regular habrían podido obtenerse con la actividad del obligado». «El acto de voluntad puede ser infungible, como puede serlo todo hacer humano. Pero el hacer, y así la voluntad, se dirá que es jurídicamente fungible cuando el resultado práctico del hacer, o el efecto jurídico del querer puede conseguirse mediante una actividad diversa de la del obligado» («de la acción nacida del contrato preliminar» en «Ensayos de derecho procesal civil», trad. Sentís Melendo, t. 1, p. 205).
Y bien, la voluntad exteriorizada al convenir el contrato preliminar, debe cumplirse (art. 1197, cód. civil) y de no ser así, al actuar el, poder jurisdiccional, incitado por la acción y mediante el proceso, la voluntad del Estado, representado por el juez, substituye a la nueva exteriorización de voluntad que implica el cumplimiento de lo prometido, en todos los casos, salvo como dije el de imposibilidad material. De lo contrario, volveríamos al procedimiento romano de las primeras épocas cuando vencido el «tempus iudicati», si el condenado no cumplía la sentencia, el vendedor debía volver a demandar, practicando la «manus iniectio». Aquello se justificaba, al decir de Diebman («La oppozicione di mérito…», p. 14) porque el «iudex» era un particular que carecía de imperio. Hoy, el «imperium» constituye uno de los poderes fundamentales de la jurisdicción. Por eso puede afirmarse que la sentencia, norma jurídica individualizada, debe ser cumplida o, en caso omiso, ejecutada coactivamente por el juez. Precepto y sanción son hoy, elementos inescindibles de la actuación de la ley en la sentencia. Porque la obligación o el deber jurídico (estática del derecho), es un estímulo para que en uso de la libertad jurídica, el sujeto pasivo de aquélla cumpla o se abstenga del acto (dinámica del derecho por su propia virtualidad) y la inobservancia del precepto, el presupuesto para la ejecución coactiva o sanción (dinámica del derecho judicial). De allí que puede afirmarse, como señalé, que la cuestión en debate corresponde al estadio de ejecución de la sentencia, porque en el período de conocimiento, el objeto del proceso es obtener la sentencia que reconozca el derecho y en el período de ejecución el objeto son los bienes o los actos u omisiones del deudor, que exigen la ejecución forzada o por vía indirecta.
Si admitiéramos la posibilidad de que el acto volitivo del vencido fuera factor indispensable para el cumplimiento de la sentencia que condena a escriturar, crearíamos un nuevo caso o arrepentimiento que el cód. civil no prevé; privaríamos a la sentencia de su eficacia de cosa juzgada formal y material y restaríamos prestigio a la autoridad de los jueces, supeditada al arbitrio del vencido. Y ello, sin que exista una imposibilidad material para la ejecución ya que, nótese, no se pretende ejercer violencia sobre las personas, ni coercibilidad sobre su voluntad, puesto que se trata, como he dicho de un hacer en el cual puede y debe ser sustituido el querer actualizante de la voluntad ya expresada en el boleto y el acto material de omiso, por los del juez, que quiere y hace a nombre del Estado, situación común a todo lo largo del proceso y especialmente en el período de ejecución formada de toda y cualquiera resolución judicial.
Con el criterio que impugno, proliferarían los pleitos, pues quien resuelve no cumplir lo que se comprometió a hacer, litigaría invocando las circunstancias que a su juicio le permitieran no hacerlo y llegada la sentencia definitiva que le condena, con negarse a cumplirla, además de tornar en casi estéril y vano el esfuerzo desarrollado en el proceso, obligaría al lento y engorroso trámite para pagar los daños y perjuicios. Reparación no siempre posible, ni fácil y que implica obligar al vencedor a recibir algo que no contrató ni pidió. Para evitar se burle a la justicia, han creado los juristas franceses las «astreintes» para el vencido recalcitrante y el ordenamiento jurídico inglés, el «contemp of court» mediante el cual se llega a la prisión del que resiste el cumplimiento de lo juzgado, por desobediencia a los jueces.
Cabe señalar que cuando se pretende por el actor la escrituración, la condena no puede ser otra si se estima la demanda pues debe ajustarse a lo pedido y probado (arts. 216 y 217, cód. de proced.). Y ninguna norma vigente autoriza una condena condicionada a la voluntad del vencido.
No veo tampoco cómo pueda jugar en el caso de los boletos de compraventa, donde se fija un breve plazo para otorgar el título, los principios del abuso del derecho o de la lesión a favor de quien se niega a cumplir la obligación contraída. El más elemental sentido de la previsión, permite a quien así contrata, considerar el posible aumento o disminución de valor del bien objeto del contrato. Y las oscilaciones en los precios pueden beneficiar o perjudicar a cualquiera de los contratantes, a quienes se habilitaría por ello a pretender ampararse en esa doctrina.
Dije al principio de mi voto, que la cuestión es resuelta también por el cód. civil, en el sentido que propongo y me bastaría para ello remitirme a la opinión del doctor Colmo. En su obra «De las obligaciones en general», así lo demuestra con meridiana claridad (ps. 257 y sigts.) y en su extenso voto in re «Fessio c. del Valle» (J. A., t. 9, p. 391), con la vehemencia con que sabía defender sus opiniones. Dice en su obra: «Y los aludidos principios señalan cómo las convenciones se hacen para cumplirse, cómo el cumplimiento supone la efectiva prestación debida, y cómo el acreedor no ha contratado daños e intereses, sino una prestación dada, éste no puede ser obligado a recibir una indemnización en lugar del cumplimiento de la obligación, siempre que, claro está, no se demuestre que la persona del deudor es indispensable». Y resumiendo su voto, en el caso mentado, repite: «El acreedor, tiene derecho, en cualquier obligación, de compeler al deudor a que le cumpla lo prometido; si éste no cumple, o si para ello fuera menester la compulsión personal (cosa que nuestra ley excluye, como las de todo el mundo civilizado), el acreedor se hace procurar por otro, a costa del deudor, lo que éste debe; y si ni ello es posible (la intervención personal es insustituible: se trata de un artista de renombre, etc.), entonces viene como solución subsidiaria y última, la de los daños y perjuicios (art. 505)».
Vayamos ahora al cód. civil, principiando por los artículos primeramente incriminados, es decir, los arts. 1185 y 1187. De ambos resulta que el boleto de compraventa o contrato preliminar es un contrato concluido que obliga a un hacer: otorgar escritura pública. El segundo estatuye que podrá demandarse la escrituración «bajo pena de resolverse la obligación en el pago de pérdidas e intereses». Pero, ¿es esa una alternativa para el acreedor? De ninguna manera; a ello se opone el sistema del código y la clara opinión de Vélez. Tratándose de una obligación, debemos recurrir a las normas sobre las obligaciones y el art. 505 nos señala en orden lógico y en gradación de posibilidades, que los efectos de ella, son: 1°) que el deudor procure al acreedor aquello a que se ha obligado; 2°) que el acreedor se lo haga procurar por otro a costa del deudor; y 3°) las indemnizaciones. Esto «como último recurso» según dice el codificador en la nota al artículo citado.
Para completar la correcta comprensión de los arts. 1185 y 1187 que, como dije, se refieren a una obligación de hacer, debemos recurrir a las disposiciones del código sobre las obligaciones de esa especie. En el mismo orden que el art. 505, se refieren a la cuestión los arts. 625, 626, 629, 630 y 631. El primero (625) dispone que el obligado «debe ejecutar el hecho en un tiempo propio y del modo en que fué la intención de las partes que el hecho se ejecutara». El segundo (626), que «el hecho podrá ser ejecutado por otro que el obligado, a no ser que la persona del deudor hubiese sido elegida para hacerlo por su industria, arte o cualidades personales». El tercero (629) autoriza la ejecución forzada «a no ser que fuese necesario violencia contra la persona del deudor» y agrega que «el acreedor podrá pedir perjuicios o intereses». Completa esta norma el art. 630 al disponer que «si el hecho pudiere ser ejecutado por otro, el acreedor podrá ser autorizado a ejecutarlo por cuenta del deudor por sí o por un tercero o a solicitar los perjuicios…», es decir, que como lo expresa categóricamente Vélez en la nota al art. 629, que es absolutamente concordante con la nota al art. 505, el acreedor «puede pedir daños y perjuicios, o si esta indemnización es insuficiente, reclamar la ejecución del contrato a su elección…». Por último, el art. 631 veta en forma expresa, la posibilidad de la solución que propicia la tesis contraria a la que sustento, puesto que niega al deudor «exonerarse» del cumplimiento de la obligación, «ofreciendo satisfacer los perjuicios e intereses». Y si se admite que la sentencia incumplida que condena a escriturar, debe transformarse en una obligación de pagar daños y perjuicios, se priva al acreedor de la elección que le confieren los arts. 505 y 630 y se otorga al deudor la facultad de elegir entre escriturar o pagar los daños y perjuicios, que expresamente le niega el art. 631.
Concluyo, pues, votando afirmativamente la cuestión motivo de este acuerdo, es decir, que en caso de condena a escriturar incumplida, pedida por el acreedor la escrituración por el juez y salvo imposibilidad material, el juez debe firmar la escritura.
El doctor Baldrich dijo:
Consecuente con la tesis sostenida en el plenario Salomón de Korngold c. Bruzstein, 23.163, adhiero al ilustrado voto del juez de cámara doctor Podetti.
El doctor Funes dijo:
Cuando se contrata por instrumento privado cuyas formas se han cumplido, libro 2°, parte 2ª, sec. 2ª, tít. V, del cód. civil la venta de un inmueble, se compra y se vende, según la intención que las partes ponen en la celebración del acto. El vendedor se obliga a entregar el dominio del bien, mediante las prestaciones que a tal efecto ha de cumplir: la instrumental, con la escritura pública (art. 1184, inc. 1°, cód. civil) y la material, por la tradición (arts. 577 y 3265, cód. cit.). Tal es la opinión común y determinación de los intervinientes, que en cada caso se evidencia en las transacciones que se realizan mediante los llamados boletos de compraventa; cuya redacción como acto previo, imperfecto, se explica por las indagaciones, recaudos, a más de las obligaciones fiscales a cumplir que exige la escritura pública e impiden su inmediata formalización.
El fin perseguido, está siempre dentro de una sola y única voluntad jurídica, definitivamente establecida por el «consensus». Nadie que no sea un erudito en historia del derecho, piensa o pensó, al convenir por escritura privada la venta, que simplemente prometía contratar formalmente «a posteriori», dividiendo o escindiendo, por la operación mental implícita, el consentimiento en dos estadios: unos el de la concertación de los elementos esenciales del contrato de venta, otro, independiente del primero y a realizarse potestativamente, al elevar el acto a la forma exigida por la ley para su plena eficacia. Cuando las partes quieren arrepentirse o bien subordinar a un acontecimiento la existencia de la venta, la ley les reconoce los medios jurídicos para alcanzar esos efectos (arts. 1202 y 553, cód. civil). Y si la voluntad en la esfera del derecho creditorio es por principio autónoma como fuente del derecho (arts. 499 y 1195, cód. civil) y la ley es supletoria, queda sólo a considerar si hay alguna imposición legal que por causa del bien común condicionen nuevamente a la voluntad de las partes los efectos jurídicos ya establecidos por el consentimiento de las mismas.
Nada de ello encuentro en el texto y espíritu de la ley. La escritura pública, forma «ad probationem» en el caso, es elemento de la eficacia última del acto, pero no de la esencia del consentimiento. Las partes han de someterse a ella, como una necesidad del orden jurídico que reclama en estas transacciones seguridad y certeza en interés común, de modo que el acto no sea por sí perfecto como constitutivo del derecho real; pero la ley no priva al acto particular, entre las partes, de validez, como en términos muy amplios lo dice el art. 1184 del cód. civil; y al constreñir a observar las formas, les da acción para obtener el cumplimiento del contrato. Dice Bibiloni, interpretando la ley, al proyectar la nueva redacción del art. 1187 que termine con la equivocada hermenéutica vigente: «La redacción actual del art. 1187 ha dado lugar a una interpretación que la propuesta trata de impedir. Se ha considerado que su letra establecía una alternativa a favor del condenado a otorgar escritura pública, dejando a su elección cumplir la sentencia o abonar daños e intereses. No es esta la regla general de las obligaciones de hacer: art. 629. Son obligaciones jurídicas como las otras y deben cumplirse por ejecución de la prestación. Es esa la regla general. ¿Cuáles podrían ser los motivos que establecería una excepción en esos casos? No los vemos, y los procedimientos judiciales ya citados formas del juicio ejecutivo demuestran que no los hay. Agréguese que el mismo art. 1187 lo deja comprender. Dispone que en caso de negarse el deudor a otorgar la escritura, podrá ser demandado para que lo efectúe so pena de resolverse la obligación en daños e intereses. Si no hubiera otra consecuencia posible que la última solución, sería incomprensible. ¿A qué viene entonces la demanda?» («Anteproyecto de reformas al cód. civil argentino», t. 2, art. 38, p. 410). Machado no es menos preciso al juzgar la unidad del consentimiento y efectos del compromiso privado de compraventa. Me permito transcribirlo, aunque el autor, inopinadamente, se separa de la conclusión lógica al tratar el art. 1187: «Los contratos tienen dos momentos: uno preparatorio que antiguamente se llamaba la perfección y otro en que se concluye o se consuma. Cuando por instrumento privado he vendido un inmueble, se ha concluido un contrato, la venta se ha realizado y las partes deben cumplirla; en la legislación anterior al código se autorizaba para demandar su ejecución; pero en éste sólo da derecho para pedir la escrituración, que en mi opinión significa lo mismo; en efecto, escriturar la venta es realizarla, es pagar el precio y recibir la cosa; luego, pedir la escrituración es demandar la ejecución del contrato. Buscando, sin duda, la separación de esos dos momentos, es que ha sido inducida en error una de las cáms. de apel. de la Capital, exigiendo se extienda en escritura pública el boleto de enajenación, para demandar en seguida la ejecución del contrato». Y agrega más adelante: «Cuando el contrato es de aquellos que por su naturaleza debe reducirse a escritura pública, como la venta de inmuebles, p. ej., el acto queda concluido como obligación de hacer escritura pública y no da derecho para demandar la cosa al uno y el precio al otro directamente; pero lleva consigo estas nociones al pedir la escrituración, pues se pide virtualmente la entrega de la cosa y el pago del precio» (t. 3, p. 493, nota al art. 1185).
En esta especie, la existencia del acto expresión de voluntad jurídica no se subordina a la forma, si bien la forma ha de cumplirse. Una cosa es el consentimiento que crea el derecho contractual, otra la forma que lo condiciona en su eficacia, pero que no lo integra como elemento material de su existencia jurídica. Los que compran y venden privadamente un inmueble, concluyen un contrato por el que se han obligado a hacer escritura pública (art. 1185, última parte) y tienen la acción del art. 1187 del mismo código, que es la del cumplimiento integral de lo convenido.
Si en tiempos cuyas esencias en su mayor parte permanecen ocultas o bien ofrecen máximas incertidumbres para los juristas e historiadores aun en las expresiones más abstractas del derecho (Mainz, «Derecho romano», t. 2, p. 206, sobre las dificultades para distinguir los contratos de los pactos y consideración sobre la condición económica de los romanos, con cita de Polibio), las formas elegidas por las partes llegó a constituir un elemento que dividía el curso del consentimiento, es este un antecedente sin vigencia legal en la cuestión que tratamos como es dado establecer que no puede razonablemente imponerse en nuestro régimen sobre la forma de la voluntad en lo que se examina. Si la historia del derecho sirve en las funciones propias de la jurisdicción, es para conocer el presente y obtener, según sus exigencias, una más adecuada administración de justicia, no para someterlo al precedente histórico, por el extremado respeto de lo que en definitiva fué hecho para aquella vida, aquellos usos y aquella estructura estatal, que difiere la más de las veces esencialmente con el presente orden social y jurídico.
No hay en este código, implícito, el denominado pacto de contrahendo, con potestad de arrepentimiento al comprar y vender inmuebles por actos privados, pues quien demanda la escritura demanda la compraventa y al pedir la ejecución del contrato que lo es por el solo mérito del consentimiento pide la prestación debida, que coactivamente, si media resistencia del deudor, ha de cumplirse por ministerio de la autoridad judicial (art. 505, inc. 1°, cód. civil); ya que nadie duda, ni los distinguidos colegas que opinan en favor de la tesis contraria a este criterio, que la escritura pública la puede extender el juez. Sólo, si el cumplimiento de las prestaciones propias de la venta ordenada por la sentencia no fueren posible, procederá la condena por daños e intereses; que siempre será subsidiaria para el acreedor, no optativa para el deudor (arts. 505, 625, 626, 629 y nota, 630, 631, 1185 y 1187, cód. civil).
Es esta una conclusión que emana de la economía del código, cuyos artículos son la ley común; el que ha de interpretarse, antes que nada, por el texto en particular o por la correlación de los mismos, según la adecuada construcción jurídica que del sistema resulte (art. 16, cód. civil). Se desprende de preceptos legales sobre el valor de la voluntad como fuente del derecho, de la teoría de la forma de los actos jurídicos y contratos, de los efectos de los actos jurídicos y contratos, así como del derecho procesal sobre el alcance del imperio judicial para la ejecución de las prestaciones debidas por los contratos: que la infracción o incumplimiento dan acción para obtener, si no mediare coacción personal o fuera la deuda personalísima, la satisfacción plena del compromiso, cuyo cumplimiento es parte del mantenimiento del orden jurídico. No es viable, a mi juicio, sostener que los arts. 1185 y 1187 del cód. civil, dentro del derecho positivo argentino, no tengan la interpretación que surge de sus textos y de otras disposiciones concordantes de inmediata y necesaria aplicación, y si la que proviene de añejos e inducidos precedentes romanos caducos para nuestra ley que hacen a la técnica de la forma, de suyo contingente, que en el transcurso del tiempo opinión de los glosadores tendrían una dual interpretación.
Sobre el mérito de la doctrina francesa, en el caso cuya legislación establece la forma notarial en la constitución de la hipoteca, no así para la transmisión de la propiedad inmobiliaria (PlaniolRipert, t. 12, núms. 446 y sigts.), me remito a la opinión del doctor Colmo, cuyo voto, dado el 15 de setiembre de 1922 en la causa Fessin c. Del Valle, clama desde entonces con sólidos argumentos por el cambio de jurisprudencia. Dice el doctor Colmo, después de abrigar dudas sobre la captación del pensamiento de los juristas franceses en la interpretación del art. 2127 del cód. civil francés, ya que en Francia la sentencia judicial es constitutiva del derecho de hipoteca que fuere prometido, que «en todo caso la solución francesa correspondería a una concepción particular del derecho consagrado por el respectivo código; el requisito de la forma es esencial; no llenado éste, no puede existir el acto. Tan cierto es ello que no hay en todo el cód. francés un solo texto que ni remotamente diga lo que nuestro art. 1187, que da fuerza al contrato celebrado fuera de la forma legal prescripta, en el sentido de que se puede compeler al deudor remitente a que llene esas formas. No sé cómo. entonces, se puede razonar sobre la base de un sistema legislativo y jurídico tan distinto del nuestro, y se pretenda aplicar el derecho nacional, lo que no juega dentro de sus propios principios y orientaciones, en vez de interpretarse nuestro derecho con arreglo a sus características específicas».
Y no es que el denominado pacto de contrahendo, condicionado por la forma, no haya sido contemplado en la ley. No obstante ser una legítima posibilidad de la voluntad autónoma, el código lo prevé particularmente, pero como una categoría de las obligaciones nacidas del consentimiento y no por causa de la forma no solemne. Dice el art. 1186 del cód. civil: «el artículo anterior no tendrá efecto es decir, no habrá acción y será sólo un proyecto jurídico cuando las partes hubieran declarado el instrumento particular que el contrato no valdría sin la escritura pública». Cuando, por consiguiente, medie una categórica y expresa declaración en ese sentido acto de voluntad no habrá contrato sino compromiso de contraer. Faltaría la intención de obligarse en el acto.
Como se ve, la forma notarial no es la determinante del precontrato, sino el consentimiento; la forma sólo un medio para obtener ese resultado jurídico. Este precepto no se aplica, como lo expone la nota respectiva, cuando «la cláusula por la cual las partes convengan en consignar sus convenciones en un acto bajo forma privada o de que conste por escritura pública, no hace depender la existencia de ellas del cumplimiento de esas formalidades en los contratos en que las leyes no las exigen. Una cláusula de esta naturaleza debe ser en general considerada como que sólo tiene el objeto de asegurar la prueba de la convención a que se refiere». En estas situaciones el consentimiento con los efectos jurídicos perseguidos, existe plenamente. Hay acción para obtener la escritura pública (prestación documental) y con ella el cumplimiento del contrato. Es lo que legisla el art. 1185 en su segundo supuesto: «los contratos que fueren hechos en instrumento particular que las partes se obligasen a reducirlo a escritura pública» no necesaria. Ellos se rigen también por el art. 1187 del cód. civil.
Nuestra legislación, como se ve, abandona el principio del derecho precedente. En la partida V, ley 6ª, art. 5°, se disponía: «compra e vendida se puede fazer de dos maneras. La una es con carta, e la otra sin ella. E la que se faze por carta, es cuando el comprador dice al vendedor: quiero que sea de esta vendida, carta fecha. E la vendida que de esta guisa es fecha, maguer se avengan en el precio el comprador, e el vendedor, non es acabada, fasta que la carta sea fecha, e otorgada; porque ante de esto puédese arrepentir cualquiera de ellos».
En la nota que se da a esa ley, en la edición de las Siete Partidas con glosas del Lic. Gregorio López, con otros comentarios (Barcelona, 1843), se expone el pensamiento interpretativo de los glosadores, del derecho romano, y es de verificarse que la legislación argentina en el punto, por lo que se expuso sobre los arts. 1185, 1186 y 1187, estaría analógicamente, puede decirse, en la corriente de los que consideraban, entre aquéllos, que la simple elección de la forma no importaba la potestad de arrepentirse y no como lo resuelve el derecho de las Partidas. Dice la nota: «Bart. en esa misma ley y en la Auth ibi posita C. si cert petat opinaba por el contrario contra lo que acepta la ley 6ª que comenta que únicamente se entendía celebrado el contrato por escrito, cuando las partes habían convenido de un modo explícito que el contrato no valiese antes que la escritura se formalizara; lo mismo opinó Bald. en la propia auténtica, así como Saic., el cual bellamente trata esta cuestión y concluye que el solo mero hecho de haber convenido las partes que se redactara la escritura, no debe inferirse que se quiso pro forma» (t. 3, p. 78).
El derecho moderno admite el precontrato. Está indudablemente comprendido en la órbita señalada al derecho de las convenciones. Ennecerus, Kipp, Wolff, al tratar de la aceptación, comentando el cód. civil alemán, lo infiere, aunque la ley no hable del precontrato; y sostiene su validez si concurren los requisitos y está suficientemente determinado el contenido del contrato principal que se ha de concluir (t. 1, vol. 11, párr. 153, cap. 4°, núm. 1, notas 18 y 20). Pero, a mi juicio, no trata ese autor la situación que en este plenario se contempla, ni sus razones pueden de alguna manera afectar la interpretación que entiendo corresponde dar a nuestro derecho en el caso. A. von Thur, al considerar el «discutido» concepto del precontrato o contrato preliminar en el cód. de las obligaciones (Suiza), t. 1, p. 188, núm. 32, en la nota núm. 3, dice: «abusivamente se emplea el nombre de precontrato o contrato preliminar, para designar otros pactos que preceden a la contratación, vgr., el pacto por el cual se estipula una forma».
Y ahora, fuera del examen de la ley que considero hecho en sus aspectos fundamentales con los votos del doctor Colmo, citado, y del doctor Podetti, que precede, me pregunto si hay alguna razón plausible de justicia natural o de equidad, que lleve a sostener, en el caso, el denominado pacto de contrahendo con la potestad de no consumar la prestación debida, pagando con daños e intereses. No lo hallo; por el contrario veo el interés social ratificando la afirmación opuesta. A este respecto considero oportuno traer a colación los conceptos de Saleille, comentando el art. 133 del cód. civil alemán. «La interpretación de una ley comprende un rol activo y positivo que consiste en extraer de los términos de la ley el sentido más conforme al fin social, en su adaptación individual a cada especie en causa. Danz concluye, con razón, que la interpretación judicial cuando ella se aplica a un acto legislativo, difiere esencialmente de la prueba propiamente dicha. La interpretación no será más que una cuestión de prueba si se trata de probar lo que el legislador ha querido; esto sería un hecho material. Pero la interpretación para el juez no es una cuestión de hecho, es una cuestión de derecho. Se trata, para el juez, de aplicar al funcionamiento orgánico de la ley las reglas de adaptación, práctica que conviene a sus fines, en concordancia con el sistema general que resulta de sus términos, tomado en un sentido normal e inteligible para todos. Es necesario que la interpretación del juez sea la que todo el mundo podrá hacer, colocándose en el estado actual y en las condiciones sociales donde viven aquellos a quienes la ley se aplica. Sino, si fuera de otra manera, la aplicación de la ley correría el riesgo de ser una sorpresa para todos y dejaría una amenaza perpetua para los intereses privados. Y a esto se llegaría si el juez no tuviera sino que hacer la prueba de la voluntad del legislador. Porque suponiendo que la conozca, a fuerza de buscas más o menos complicadas es bien cierto que los particulares, para quienes la ley es hecha, están excluídos, y que todas las sorpresas serán para ellos o contra ellos. Es necesario para que ellos puedan hacer la interpretación de la ley como el juez debe hacerla, que esta interpretación repose enteramente sobre el presente, y sobre las condiciones sociales o medio en el cual vivían los interesados, sin tener necesidad de invocar ningún elemento traído del pasado. He aquí porque la interpretación no es una cuestión de prueba, sino una búsqueda de adaptación social una puesta en punto de la ley tomada en su texto, y esta interpretación el sentido más claro e inteligible para todos; se trata de poner en punto la ley, con relación a las condiciones sociales que le sirven de medio de aplicación. Esta búsqueda es una cuestión de derecho porque está dominada por principios jurídicos, concepciones de justicia y equidad jurídica, reglas de razonamiento jurídico y otros procedimientos de este género» «De la declaration de la volonté. Contribution a l’étude del’acte juridique dans le cod. civil allemand», arts. 116 a 144, p. 217, núms. 45 y 46).
Y detengo toda otra consideración, analizados los precedentes aspectos del problema, por no caer en glosas de lo ya dicho y de la muy fundada opinión del doctor Ramiro Podetti, que complacido seguí en los autos Ramos c. Pereyra y Pascau, J. A., 1951I, p. 562, cuyos más amplios razonamientos en esta causa, a los que adhiero, han de concurrir decisivamente a despejar las dificultades de interpretación existentes y asegurar la justa doctrina.
El doctor Ruzo dijo:
Consecuente con la doctrina que seguí en la causa 23.163, Salomón de Korngold c. Bruzstein, que es la misma sostenida en este plenario por mis distinguidos colegas doctores Podetti, Baldrich y Funes, adhiero sin reservas a la solución por ellos propiciada.
El doctor Alsina dijo:
Como vocal de la cámara, he compartido el criterio de mis colegas de sala, en el sentido de que la única sanción que trae aparejada el incumplimiento de la obligación de otorgar la escritura cuando no ha habido principio de ejecución del contrato, es la de resolverse la obligación en el pago de daños y perjuicios, pero la verdad es que este problema siempre me ha preocupado y en alguna oportunidad, he llevado esa inquietud al acuerdo. Ahora, el meditado estudio hecho por el doctor Podetti me ha dado el convencimiento de que, tanto desde el punto de vista del derecho sustancial, como de las disposiciones del cód. de proced., la verdadera solución es la que él propone.
Es cierto que los arts. 1185 y 1187 del cód. civil no establecen una alternativa para el deudor, que le permita eximirse de la obligación de escriturar, satisfaciendo los daños y perjuicios, sino que debe aplicarse el orden lógico que señala el art. 505, ya que los contratos se celebran para cumplirse y solamente cuando su cumplimiento se vuelva imposible, funciona el último supuesto, o sea la indemnización de los daños y perjuicios. Como bien observa el doctor Funes, el mismo código da a los contratantes la posibilidad de arrepentirse (arts. 1202 y 1370) y si no han hecho uso de esa facultad, evidentemente su intención ha sido que el contrato se cumpliera en la forma convenida. Por otra parte, los arts. 551 y 556 del cód. de proced., concuerdan con esta interpretación en cuanto autorizan al juez a sustituirse al deudor en el cumplimiento de su obligación, haciéndola efectiva a su costa y subsidiariamente obligándolos a resarcir los daños y perjuicios. Por estas consideraciones adhiero al voto del doctor Podetti.
El doctor Coronas dijo:
Como juez de 1ª instancia y como integrante de este tribunal, he sostenido invariablemente que ante el texto claro y expreso del art. 1187 del cód. civil el incumplimiento de la obligación de que se trata debe resolverse en el pago de pérdidas e intereses (Yannibelli c. Demarco, julio 24 de 1948; Laurencena c. Risso, setiembre 27 de 1949, juzgado núm. 16; causas 5829, de diciembre 19 de 1949 y 7171 de junio 1 de 1950, de la sala C, entre otras).
El enjundioso estudio del juez de cámara que vota en primer término, me refirma en la posición adoptada. Estoy convencido, no obstante las agudas observaciones de los doctores Podetti, Funes y de quienes postulan el punto de vista que los nombrados sustentan, que la conclusión a que arriba el doctor Sánchez de Bustamante, es la que se aviene al precepto legal aplicable. Adhiero, por tanto, a su voto.
El doctor Aruáz Castex dijo:
En la causa Salomón de Korngold c. Bruzstein publicada en D. J. A., núm. 4419, de noviembre 22 de 1950, expresé y desarrollé mi opinión en el sentido de que el juez debe firmar la escritura traslativa del dominio cuando el demandado por escrituración condenado a escriturar se niegue a hacerlo.
Adhiero ahora a los fundamentos expuestos en el presente acuerdo por los doctores Podetti, Funes y Alsina, los cuales, unidos a los que expresé aquella vez, deciden mi voto en el sentido indicado.
El doctor Alsina dijo:
La claridad con que el doctor Podetti ha planteado los diversos aspectos del problema origen de este plenario las soluciones a que llega a través del análisis de las disposiciones legales de fondo y de forma aplicables, conformadas con lo que estimo la interpretación más cabal de la doctrina jurídica de acuerdo a las normas de la sana lógica; y los sólidos fundamentos corroborantes aducidos por el doctor Funes me relevan por razones que ya considero obvias, de ampliar con otros argumentos el criterio sostenido por mis colegas de sala, que es, además, el que hemos afirmado en fallos dictados en causas anteriores a la convocatoria.
Suscribo, pues, íntegramente la opinión de los doctores Podetti y Funes.
De conformidad al resultado de la votación de que instruye el acuerdo que antecede, se declara que en el supuesto de que en juicio ordinario por escrituración de compraventa voluntaria de un bien inmueble proceda la condena a escriturar, puede el juez firmar la escritura, si no lo hace el obligado. Miguel Sánchez de Bustamante. J. Miguel Bargalló. Roberto E. Chute. César H. Méndez Chavarría. J. Ramiro Podetti. Alberto Baldrich. Saturnino F. Funes. Rafael E. Ruzo. Antonio Alsina. Juan E. Coronas. Manuel Aráuz Castex. Agustín M. Alsina.